El fin de una era
Fuera estaba nevando. Era ya la quinta semana de nieve. Las ventanas se veían prácticamente opacas y la luz era tenue en la habitación. Jud estaba llenando con agua un recipiente que formaba parte de un mecanismo más grande. Luego extrajo de la nevera un neceser con ampollas. Fue otra vez a la mesa y sacó una jeringuilla de una caja. La rellenó con el líquido de una de las ampollas, la miró a contraluz e inyectó su contenido en el recipiente con agua. Enroscó una pieza grande y luego lo acopló a otra parte del mecanismo que tenía sobre la mesa. Ahora ya parecía completo.
Se encendió un cigarro. Estuvo contemplando la ventana hasta que lo terminó, aunque apenas podía ver el exterior. Tal vez estuviera pensando, tal vez simplemente existiendo. Suspiró, exhalando el aire muy lentamente mientras cerraba los ojos, y giró la cabeza a un lado y al otro. Luego la hizo rodar, como relajando el cuello. Bajó los hombros, extendió las manos y abrió los ojos. Miró durante unos segundos el cartel que había colgado en la pared: “Dolor, superación, supervivencia”. Preparó una mochila grande y depositó dentro de ella el mecanismo de la mesa con cuidado. Echó un vistazo a la habitación, como comprobando que no se dejaba nada. Agarró la mochila y la cajetilla de cigarros y se largó.
No fue hasta unas horas después que la puerta volvió a abrirse y apareció Lia. Se quitó las botas y se sentó en la butaca. Sacó el móvil de su riñonera y escribió un mensaje. Luego lo dejó en la mesa y miró a su alrededor con desaprobación. Encendió la televisión: estaban explicando el parte meteorológico. Aún quedaban varios días de inclemente nieve y riguroso frío, aunque se preveía que hacia final de mes se vislumbraría el sol y subirían algo las temperaturas. El móvil empezó a sonar y ella respondió:
– Lia. Sí, he llegado hace un rato. De acuerdo, entonces si se confirma pasamos a la siguiente fase. Puedo trabajar esta misma noche. Déjame ver… – Se levantó y fue a inspeccionar la nevera – Sí, esta aquí. Perfecto.
Colgó. Volvió a la butaca y siguió atenta a la televisión. En ese canal la programación seguía inalterada. Buscó el mando por la habitación y lo encontró encima de una cajonera. Empezó a pasar canales. De repente alguna cosa captó su atención y se acercó a la televisión. En un rótulo de “última hora” debajo de la imagen se podía leer: “Hospital San Bartolomé: cientos de personas afectadas por un posible veneno”. Se quedó unos segundos mirando fijamente esa frase, que rodaba de un lado al otro de la imagen, entrando una y otra vez por la parte derecha. Respiraba aceleradamente. Asintió con la cabeza repetidas veces y dijo en voz alta “Ha funcionado”. Encendió algunas velas y se puso a trabajar. Ya era de noche cuando la puerta se abrió de nuevo. Entró Tom, cubierto de nieve, y anunció:
– Lo tenemos. Lo he traído todo.
Abrió su mochila y sacó de ella algunos artilugios y piezas. Destapó un tubo y de él deslizó un enorme papel enrollado. Lo abrieron y aplanaron sobre la mesa, parecían ser varias hojas.
– Estos son los planos de los hospitales de la ciudad. Los hemos sacado de los registros. Los vamos a repartir junto con los paquetes, de forma aleatoria y anónima. Cada sede tendrá su objetivo este mismo jueves.
Lia estaba entretenida estudiando los planos. Tom le cogió del hombro, mirándole fijamente.
– Lia, son unas diez mil personas. Necesito que estés muy segura de lo que estamos haciendo.
Lia se echó un poco para atrás y, mirándole muy seriamente, le contestó.
– Lo estoy. Sabes que no sobreviviremos si seguimos desperdiciando recursos con los débiles.
No hubo más conversación, simplemente se pusieron a trabajar ensamblando piezas para nuevos artefactos. Inyectaron todas las ampollas. Las ventanas ya eran totalmente opacas. Fuera seguía nevando sobre una tierra helada y estéril.