La casa del manzano
Entré en la cocina para poner la mesa y mi madre se giró rápidamente, como si le hubiera asustado.
– Cariño, ¿por qué no vas a la despensa y me traes un bote de pimientos y otro de tomate? Ya pongo yo la mesa. – Me guiñó el ojo. – Ah, ¡y unas sardinas en aceite!
Bajé y estuve buscando entre las conservas. Me entretuve un poco porque me gustaba ver los diferentes botes de mermelada que teníamos, ¡estaban tan ricas! Y las conservas de pescado solían estar más al fondo. De repente, caí en la cuenta de que faltaba la bolsa de las semillas, no la veía. Me extrañó un poco, pero mi madre me llamó y subí al comedor. Solo había cena para dos.
– Papá no se encuentra muy bien hoy, así que luego le llevaré un puré para que coma un poco.
Mi madre sonrió algo nerviosa. Eso me ponía triste, me hacía pensar que la enfermedad de mi padre era grave.
– Cuando termines de cenar, quiero que subas a tu habitación y leas algunas páginas más del libro, te cepilles los dientes y te vayas a la cama. Yo me quedaré con tu padre.
Así lo hice. Caí dormido leyendo, ni siquiera recordaba haber apagado la luz. Me despertaron como siempre los pájaros al amanecer. Mi madre estaba allí, sentada en la mecedora con mi libro entre las manos.
– Tengo que decirte algo. – Se levantó y se hizo un hueco en la cama, metiéndose bajo el edredón. Me sorprendió, porque era algo que no hacía desde que yo era “un hombrecito” como ella decía siempre. – Tu padre ha muerto esta noche.
Me dio un abrazo gigante y muchos besos en la frente. Luego me dijo que esperara allí y se marchó al comedor. Me senté en la cama con las piernas colgando. Oía ruidos abajo, pero no podía acercarme, ni quería.
Pasaron un par de horas hasta que me decidí a bajar. Mi padre ya no estaba allí. Mi madre estaba en el jardín, lejos de la casa. Podía verla desde la ventana de la cocina. Tomé un vaso de leche y me quedé allí. Parecía que estaba cavando la tierra con una pala grande. Me acerqué al cubo de basura: allí estaba la bolsa de papel donde guardábamos las semillas, aunque estaba vacía y arrugada. Recordaba muy bien cuánto nos había costado recoger tal cantidad, cómo soñábamos con plantar todo el jardín y tener un bosque de manzanos donde poder correr y merendar y luego hacer mermelada. ¿Por qué ya no estaban allí? ¿Por qué sentía ese dolor en el pecho?
Mi madre entró en casa.
– Ven aquí, Miguel. - me dijo, y nos sentamos en la butaca – Esta tarde enterraremos a tu padre.
– ¿No va a venir el médico?
– No cariño, ya no hay nada que hacer. Te lavarás y te pondrás el traje de los domingos y prepararemos un buen ramo de flores. Iremos a cogerlas juntos y podrás preparar un dibujo si quieres. Podemos buscar una gran piedra y poner su nombre. ¿Te gustaría?
– Sí. – respondí confundido. – ¿Y plantaremos los manzanos?
Mi madre me miró algo confusa y sorprendida. Me pareció que podía enfadarse por haberle hecho esa pregunta y temí que no fuera muy respetuoso plantar árboles después de un entierro. Quizá no era un buen momento.
– Cariño, las semillas… ya no están.